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James Watson y Francis Crick, junto
a uno de los modelos de la doble hélice del ADN.
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Oviedo,
Andrés MONTES
«Deseamos sugerir una estructura para la sal del ácido
desoxirribonucleico (ADN). Esta estructura posee nuevas
características que son de considerable interés biológico». Así
arrancaba un artículo aparecido hoy hace cincuenta años en «Nature».
Era un comienzo anodino, muy poco revelador de la trascendencia de
aquellas novecientas palabras, poco más de una página, que componían
un texto tan breve como fecundo para la ciencia. Sobre ese escrito se
levantó la era de la biología molecular, que desembocaría en la
revolución de la biotecnología en la que hoy estamos inmersos.
Bajo el título «Estructura molecular de los ácidos nucleicos», James
Watson y Francis Crick exponían el resultado de casi dos años de una
investigación orientada a determinar la estructura química del ADN y
el modo de transmisión de la herencia genética. La presentación de
este momento como un hito tiende, sin embargo, a borrar el rastro del
modo en que progresa el conocimiento y el contexto en que se
desarrolla todo avance científico.
Desentrañar lo que es el ADN y su mecánica no fue un proceso lineal y
constante. La investigación, en muchos aspectos atípica desde la
ortodoxia de la práctica de laboratorio, hubo de superar las
reticencias de colegas y algunos obstáculos burocráticos. En más de
una ocasión la colaboración entre ambos estuvo a punto de truncarse
por decisiones superiores y en las semanas previas al anuncio informal
de su hallazgo -dos meses antes de la publicación en «Nature», el
famoso momento en que Crick llega al pub que frecuentaban y anuncia a
los presentes que acaban de descubrir «el secreto de la vida»- la
indagación languidecía mientras ambos aparentaban cumplir con otras
exigencias académicas. Cubrieron el último tramo de su búsqueda
espoleados por el temor de que, al otro lado del Atlántico, Linus
Pauling llegara antes que ellos. Mostraron la persistencia de quien se
mueve hacia un objetivo aunque, por momentos, éste se desdibuje o
parezca inalcanzable
La propia biografía intelectual de sus autores es reveladora de los
senderos torcidos por los que avanza la ciencia. El caso de Crick
ilustra cómo la física, que había revolucionado nuestra visión del
mundo en la primera mitad del siglo pasado, da el relevo a la biología
molecular como la otra gran disciplina que domina la segunda parte de
los últimos cien años de actividad científica. Francis Crick era
físico de formación y como tal había trabajado para el Almirantazgo
británico durante la II Guerra Mundial. Watson, quien quedaría unido a
él para la historia, lo retrata como un personaje verborreico hasta el
extremo de desquiciar a la audiencia, que exponía sus ideas con
ciertos tintes dramáticos e irrumpía de forma osada en las
investigaciones de los colegas más cercanos con sugerencias en
ocasiones rompedoras. Un talante del que manaban no pocos problemas
académicos.
«Nunca he visto a Francis Crick comportarse con modestia», resume
Watson en su libro «La doble hélice», en que el narra, con las
ventajas que proporciona la reconstrucción en la distancia y en
primera persona, la investigación sobre la estructura del ADN.
La trayectoria profesional de Crick dio un giro crucial hacia la
investigación molecular tras la lectura del libro de Erwin Schrödinger
«¿Qué es la vida?». Schrödinger, vienés, uno de los padres de la
física cuántica, refugiado en Irlanda huyendo de la barbarie
hitleriana, pronunció en 1943, diez años antes del hallazgo de Watson
y Crick, una serie de conferencias agrupadas luego en lo que hoy ya es
un clásico de la ciencia, aunque muchas de las conclusiones allí
recogidas hayan quedado superadas por la investigación posterior.
¿Qué hacía un físico metido a indagar sobre una pregunta tan elemental
como insondable parecía la respuesta? Schrödinger estaba convencido de
que una lógica común subyace en todas las disciplinas del conocimiento
y, en la línea del círculo de Viena, consideraba posible extender
aspectos de la física cuántica a otras ciencias. La obra contenía
además una provechosa intuición sobre las características de la
estructura original de las moléculas de la vida. Tras aquella lectura,
Crick decidió reorientar sus objetivos profesionales, y se convirtió
así en uno de los beneficiarios de las nuevas líneas de pensamiento
que abría aquella compilación de las conferencias de Schrödinger.
Dedicar tiempo al ADN resultaba poco prometedor en un momento en que
los grandes triunfos se conseguían en el estudio de las proteínas.
Pero fue la propia determinación de centrarse en un campo poco
propicio para la gloria científica lo que unió a Watson, en aquel
entonces un veinteañero becario americano con formación de zoólogo, y
a Crick. «Era una verdadera suerte encontrar a alguien que supiese que
el ADN era más importante que las proteínas», relata Watson, cuyo
temprano interés por los genes databa ya «del último curso de mis
estudios de Enseñanza Media». Un interés que se había agrandado
trabajando en el laboratorio de Luria, quien años antes había
demostrado, junto con Delbrück -otro físico cuántico-, el carácter
espontáneo de las mutaciones bacterianas.
Pero hay que remontarse a 1944 para engarzar los pasos que van
delimitando los objetivos de la investigación de Watson y Crick. En
ese año, Avery, MacLeod y McCarty habían determinado que el ADN era
portador de información genética. Con posterioridad, en 1952, Rosalind
Franklin y Maurice Wilkins obtuvieron la primera fotografía del ADN
con la técnica de difracción de rayos X. Franklin, una científica
entregada y huraña, aparece, en este cincuentenario del hallazgo, como
la gran ninguneada, mientras que Wilkins compartiría con Watson y
Crick en Nobel de Medicina en 1962. Esa distinción se perfilaba con
nitidez en el horizonte de Watson en los momentos en que la
determinación de la estructura del ADN parecía cercana. Era consciente
de la trascendencia de su trabajo, pese a que la comunidad científica
se tomó todavía unos años antes de glorificarlo.
Con los antecedentes ya expuestos, el momento resultaba propicio para
acometer la tarea de determinar las bases químicas de la vida, su
organización y, con ello, «la lógica de lo viviente», por usar una
expresión de François Jacob. Llegado el tiempo oportuno faltaba el
lugar.
Con una beca para cursar estudios en Europa, Watson fue destinado a un
laboratorio en Copenhague en el que parecía abocado a estudiar
química, algo que había intentado rehuir, «abrigando la esperanza de
llegar a resolver el secreto de los genes sin tener que aprender
química». Watson acaba trasladándose, a costa incluso de perder su
beca, al Cavendish, un laboratorio de Cambridge especializado en
cristalografía. Y ése fue el lugar adecuado.
Allí coincidió con Crick y juntos desarrollaron un trabajo atípico. No
eran esforzados seres de laboratorio y desataban suspicacias. Un
compañero no ocultó su regocijo el día en que Watson fue a pedirle
muestras de un virus, sorprendido por la posibilidad de verlos ponerse
una bata blanca. Chargaff llegó a tildarlos de «payasos» tras una
conversación en la que no atinaron a precisar detalles del trabajo que
desarrollaban. Paradójicamente uno de los hallazgos de Chargaff, la
relación entre las bases del ADN -la adenina va ligada siempre con la
timina y la guanina sólo se une con la citosina-, tenía una utilidad
desconocida hasta que se reveló como una pieza clave del modelo de
Watson y Crick. Por si fuera poco, la última fase de su trabajo
consistía en la construcción material del modelo, utilizando para ello
piezas similares a un mecano infantil, aunque regidas por las leyes
estrictas de la bioquímica.
El resultado fue un hallazgo científico redondo, no sólo por su
trascendencia posterior, sino por las propias características de la
molécula de ADN. Todas las bases que codifican la vida aparecen
ordenadas en una doble hélice cuyo sostén es una alternancia de un
ácido fosfórico y un azúcar, la desoxirribosa. Una estructura elegante
y visualmente armónica, lo que incluso ha propiciado que se
convirtiera en un icono del siglo XX. Pero una estructura fecunda, con
gran potencialidad para el conocimiento, capaz de explicar el porqué
una molécula de apariencia inestable sirve de soporte al mecanismo
constante que perpetúa la vida. Un modelo que resuelve la manera en
que se transmite la información genética y que confirma la idea de
Darwin de que todos los seres vivos tienen un nexo común.
Cincuenta años después, Watson ha conseguido completar el ciclo de su
trabajo como director del equipo público que contribuyó a descifrar el
genoma humano. Su hallazgo más reciente es la declaración de la
estupidez como enfermedad genética.
Crick se mantiene en su propósito de trabajar siempre en lo más
extraño de cada campo. Es autor de «La búsqueda científica del alma»,
libro en el que intenta asentar las bases neurológicas de eso que
otros llaman espíritu.
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