2º de BACHILLERATO.  LECTURA 2ª

 
 LA NUEVA ESPAÑA 25/04/2003

El día en que se desveló el secreto

Hoy se cumplen cincuenta años de la publicación del hallazgo de la estructura del ADN por Watson y Crick

Hoy se cumplen cincuenta años de la revelación de la estructura del ADN en un artículo publicado en «Nature». La conmemoración, profusamente jaleada, tendrá por escenario Cambridge, el lugar donde Watson y Crick desarrollaron su investigación. No faltarán tampoco los recuerdos anecdóticos, como la placa que en el pub Eagle recuerda que allí se proclamó el descubrimiento del secreto de la vida.

 

James Watson y Francis Crick, junto a uno de los modelos de la doble hélice del ADN.
 
 

Oviedo,

Andrés MONTES

«Deseamos sugerir una estructura para la sal del ácido desoxirribonucleico (ADN). Esta estructura posee nuevas características que son de considerable interés biológico». Así arrancaba un artículo aparecido hoy hace cincuenta años en «Nature». Era un comienzo anodino, muy poco revelador de la trascendencia de aquellas novecientas palabras, poco más de una página, que componían un texto tan breve como fecundo para la ciencia. Sobre ese escrito se levantó la era de la biología molecular, que desembocaría en la revolución de la biotecnología en la que hoy estamos inmersos.

Bajo el título «Estructura molecular de los ácidos nucleicos», James Watson y Francis Crick exponían el resultado de casi dos años de una investigación orientada a determinar la estructura química del ADN y el modo de transmisión de la herencia genética. La presentación de este momento como un hito tiende, sin embargo, a borrar el rastro del modo en que progresa el conocimiento y el contexto en que se desarrolla todo avance científico.

Desentrañar lo que es el ADN y su mecánica no fue un proceso lineal y constante. La investigación, en muchos aspectos atípica desde la ortodoxia de la práctica de laboratorio, hubo de superar las reticencias de colegas y algunos obstáculos burocráticos. En más de una ocasión la colaboración entre ambos estuvo a punto de truncarse por decisiones superiores y en las semanas previas al anuncio informal de su hallazgo -dos meses antes de la publicación en «Nature», el famoso momento en que Crick llega al pub que frecuentaban y anuncia a los presentes que acaban de descubrir «el secreto de la vida»- la indagación languidecía mientras ambos aparentaban cumplir con otras exigencias académicas. Cubrieron el último tramo de su búsqueda espoleados por el temor de que, al otro lado del Atlántico, Linus Pauling llegara antes que ellos. Mostraron la persistencia de quien se mueve hacia un objetivo aunque, por momentos, éste se desdibuje o parezca inalcanzable

La propia biografía intelectual de sus autores es reveladora de los senderos torcidos por los que avanza la ciencia. El caso de Crick ilustra cómo la física, que había revolucionado nuestra visión del mundo en la primera mitad del siglo pasado, da el relevo a la biología molecular como la otra gran disciplina que domina la segunda parte de los últimos cien años de actividad científica. Francis Crick era físico de formación y como tal había trabajado para el Almirantazgo británico durante la II Guerra Mundial. Watson, quien quedaría unido a él para la historia, lo retrata como un personaje verborreico hasta el extremo de desquiciar a la audiencia, que exponía sus ideas con ciertos tintes dramáticos e irrumpía de forma osada en las investigaciones de los colegas más cercanos con sugerencias en ocasiones rompedoras. Un talante del que manaban no pocos problemas académicos.

«Nunca he visto a Francis Crick comportarse con modestia», resume Watson en su libro «La doble hélice», en que el narra, con las ventajas que proporciona la reconstrucción en la distancia y en primera persona, la investigación sobre la estructura del ADN.

La trayectoria profesional de Crick dio un giro crucial hacia la investigación molecular tras la lectura del libro de Erwin Schrödinger «¿Qué es la vida?». Schrödinger, vienés, uno de los padres de la física cuántica, refugiado en Irlanda huyendo de la barbarie hitleriana, pronunció en 1943, diez años antes del hallazgo de Watson y Crick, una serie de conferencias agrupadas luego en lo que hoy ya es un clásico de la ciencia, aunque muchas de las conclusiones allí recogidas hayan quedado superadas por la investigación posterior.

¿Qué hacía un físico metido a indagar sobre una pregunta tan elemental como insondable parecía la respuesta? Schrödinger estaba convencido de que una lógica común subyace en todas las disciplinas del conocimiento y, en la línea del círculo de Viena, consideraba posible extender aspectos de la física cuántica a otras ciencias. La obra contenía además una provechosa intuición sobre las características de la estructura original de las moléculas de la vida. Tras aquella lectura, Crick decidió reorientar sus objetivos profesionales, y se convirtió así en uno de los beneficiarios de las nuevas líneas de pensamiento que abría aquella compilación de las conferencias de Schrödinger.

Dedicar tiempo al ADN resultaba poco prometedor en un momento en que los grandes triunfos se conseguían en el estudio de las proteínas. Pero fue la propia determinación de centrarse en un campo poco propicio para la gloria científica lo que unió a Watson, en aquel entonces un veinteañero becario americano con formación de zoólogo, y a Crick. «Era una verdadera suerte encontrar a alguien que supiese que el ADN era más importante que las proteínas», relata Watson, cuyo temprano interés por los genes databa ya «del último curso de mis estudios de Enseñanza Media». Un interés que se había agrandado trabajando en el laboratorio de Luria, quien años antes había demostrado, junto con Delbrück -otro físico cuántico-, el carácter espontáneo de las mutaciones bacterianas.

Pero hay que remontarse a 1944 para engarzar los pasos que van delimitando los objetivos de la investigación de Watson y Crick. En ese año, Avery, MacLeod y McCarty habían determinado que el ADN era portador de información genética. Con posterioridad, en 1952, Rosalind Franklin y Maurice Wilkins obtuvieron la primera fotografía del ADN con la técnica de difracción de rayos X. Franklin, una científica entregada y huraña, aparece, en este cincuentenario del hallazgo, como la gran ninguneada, mientras que Wilkins compartiría con Watson y Crick en Nobel de Medicina en 1962. Esa distinción se perfilaba con nitidez en el horizonte de Watson en los momentos en que la determinación de la estructura del ADN parecía cercana. Era consciente de la trascendencia de su trabajo, pese a que la comunidad científica se tomó todavía unos años antes de glorificarlo.

Con los antecedentes ya expuestos, el momento resultaba propicio para acometer la tarea de determinar las bases químicas de la vida, su organización y, con ello, «la lógica de lo viviente», por usar una expresión de François Jacob. Llegado el tiempo oportuno faltaba el lugar.

Con una beca para cursar estudios en Europa, Watson fue destinado a un laboratorio en Copenhague en el que parecía abocado a estudiar química, algo que había intentado rehuir, «abrigando la esperanza de llegar a resolver el secreto de los genes sin tener que aprender química». Watson acaba trasladándose, a costa incluso de perder su beca, al Cavendish, un laboratorio de Cambridge especializado en cristalografía. Y ése fue el lugar adecuado.

Allí coincidió con Crick y juntos desarrollaron un trabajo atípico. No eran esforzados seres de laboratorio y desataban suspicacias. Un compañero no ocultó su regocijo el día en que Watson fue a pedirle muestras de un virus, sorprendido por la posibilidad de verlos ponerse una bata blanca. Chargaff llegó a tildarlos de «payasos» tras una conversación en la que no atinaron a precisar detalles del trabajo que desarrollaban. Paradójicamente uno de los hallazgos de Chargaff, la relación entre las bases del ADN -la adenina va ligada siempre con la timina y la guanina sólo se une con la citosina-, tenía una utilidad desconocida hasta que se reveló como una pieza clave del modelo de Watson y Crick. Por si fuera poco, la última fase de su trabajo consistía en la construcción material del modelo, utilizando para ello piezas similares a un mecano infantil, aunque regidas por las leyes estrictas de la bioquímica.

El resultado fue un hallazgo científico redondo, no sólo por su trascendencia posterior, sino por las propias características de la molécula de ADN. Todas las bases que codifican la vida aparecen ordenadas en una doble hélice cuyo sostén es una alternancia de un ácido fosfórico y un azúcar, la desoxirribosa. Una estructura elegante y visualmente armónica, lo que incluso ha propiciado que se convirtiera en un icono del siglo XX. Pero una estructura fecunda, con gran potencialidad para el conocimiento, capaz de explicar el porqué una molécula de apariencia inestable sirve de soporte al mecanismo constante que perpetúa la vida. Un modelo que resuelve la manera en que se transmite la información genética y que confirma la idea de Darwin de que todos los seres vivos tienen un nexo común.

Cincuenta años después, Watson ha conseguido completar el ciclo de su trabajo como director del equipo público que contribuyó a descifrar el genoma humano. Su hallazgo más reciente es la declaración de la estupidez como enfermedad genética.

Crick se mantiene en su propósito de trabajar siempre en lo más extraño de cada campo. Es autor de «La búsqueda científica del alma», libro en el que intenta asentar las bases neurológicas de eso que otros llaman espíritu.